martes, 30 de octubre de 2012

Tiempo de morir

 Michael Bruce Ross , asesino en serie que entre 1981 a 1984 mató a ocho mujeres en connecticut y New york, sus victimas, violadas y estranguladas en la mayoría de los casos, tenían entre 14 y 26 años de edad.

Durante el proceso judicial Ross no se declaró culpable, sino demente, y vio suspendida indefinidamente su sentencia de muerte 36 horas antes del momento fijado (26 de septiembre de 2005) para que fuera sometida a consideración la tesis de que su comportamiento criminal pudiera ser debido a una alteración de su capacidad mental derivada de sus anormalmente altos niveles de testosterona.
Fue ejecutado finalmente el 13 de mayo de 2005. 

Este es un ensayo que Ross escribió acerca su experiencia en la antesala de la muerte que fue publicado en 1998 por el "journal of psychiatry and law": 



 Mi nombre es Michael Ross, soy un asesino serial responsable de violar y asesinar a ocho mujeres en Connecticut, New York, y Rhode Island. Nunca he negado lo que hice, he confesado absolutamente mis crímenes, y fui sentenciado a muerte en 1987. Ahora, sin embargo, espero una nueva audiencia ordenada por la Suprema Corte del Estado de Connecticut, que puede dar como resultado una sentencia de muerte o que se me asignen múltiples condenas perpetuas sin la posibilidad de ser liberado jamás. El punto crucial de mi caso, como ha sido desde el principio, es mi condición mental al momento de cometer los asesinatos, la infame y maliciosa “defensa demencial”. A través de los años he tratado de comprobar que sufro una enfermedad mental que me empuja a violar y asesinar y que ello me impide físicamente controlar mis acciones. He tenido poco éxito.


La antesala de la muerte aquí en Connecticut no es tan cruel como en otros lugares –especialmente como los que se encuentran al sur del país– pero tampoco es un “country club”. La antesala de la muerte en este estado se ubica en una prisión de “máxima seguridad”. Vivo en una celda de dos y medio por tres y medio metros –grande para los estándares de las prisiones– que contiene en su interior una cama de metal, un escritorio y un retrete que es lavadero a la vez. Vivo solitario en esta celda y paso 23 horas de cada día en ella. Mi única vista del mundo exterior es a través de una ventana de ocho centímetros por un metro que me ofrece una maravillosa vista de la cortante espiral de alambre que corona la malla de seguridad, y del patio de recreo de la prisión.
Inicialmente me colocaron en la “celda de la muerte”, una celda adyacente a la cámara de ejecución y comúnmente utilizada sólo para albergar al condenado durante las últimas 24 a 48 horas antes de su ejecución. Un guardia estaba apostado en un escritorio directamente frente a mi celda las 24 horas del día, siete días a la semana. No tenía en absoluto privacidad. Me vestía frente al guardia. Usaba el retrete frente al guardia. Todo lo que hacía era frente al guardia. Cada acto se registraba en mi propia “bitácora del corredor de la muerte”: la hora a la que despertaba en la mañana. La hora en la que ingería mis alimentos y lavaba mis dientes. Todo. No pueden imaginarse lo que la absoluta y total falta de privacidad provoca en uno. No pueden imaginar cómo empieza a destruir tu sentido de humanidad, te hace sentir como un animal enjaulado, exhibido en el zoológico. No se pregunten la forma en qué caí hacia una depresión clínica y tuve visiones de mi propia ejecución.

Cuando llegué a la antesala de la muerte era un interno de alto perfil. Todo mundo sabía quién era Michael Ross. Todos sabían lo que hice. Todos sabían que estaba sentenciado a muerte y todos –parecía– estaban de acuerdo con la sentencia y esperaban que se ejecutara tan rápido como fuera posible.


Recibí más publicidad que cualquier otro recluso en el sistema penitenciario. Naturalmente me abstraje y la prisión es un mal lugar para abstraerse.

Fui muy molestado por mis compañeros y por los guardias. Siempre que iba a algún lugar de la prisión, al médico o a recibir visitas encontraba siempre las miradas, los murmullos y las amenazas: “Eh, hombre, sabes quién es ese.” “Él fue quien mató a todas esas niñas.” “Quisiera que nos mandaran a ese hijo de perra para darle una lección.” “¡Destripador!” “¡Viola niños!” “¡Hey, jarioso, te vamos a matar!” “Si se lo hubieras hecho a mi hermana ya estuvieras muerto”. Y el omnipresente sonido emulando el de la silla eléctrica: “Bzzzzzzzzzzzzzzzz”.

He sido asaltado en varias ocasiones. Me han golpeado con barras de jabón, arrojado tazas con orina y mierda, y me han entregado comida batida por los guardias que han escupido en ella o con cabellos que ellos mismos han echado. He tenido que ir a un hospital en el mundo de los libres dos veces.

¿Qué es exactamente desorden mental parafílico? Es muy difícil de explicar y más aún difícil de entender. No estoy siquiera seguro de que yo mismo entienda realmente esta disfunción, y he estado tratando de saber lo que sucede dentro de mi cabeza por mucho tiempo. Básicamente estoy plagado por pensamientos repetitivos, urgencias y fantasías de degradación, violación, y asesinato de mujeres. No puedo extraer esos pensamientos de mi mente.
Algunas personas creen que si una piensa en algo día y noche uno quiere pensar acerca de ello. Pero simplemente no es así cuando se tiene un desorden mental. La mayoría de la gente no puede entenderlo porque no pueden imaginar el deseo de cometer tan horribles actos de crueldad inimaginable. No pueden siquiera aproximarse a esta obsesión mía. Ellos creen que si fantaseas acerca de algo debes querer convertir la fantasía en realidad. Pero es mucho más complicado que eso. No pueden entender cómo puedo fantasear con imágenes tan desagradables, cómo puede desembocar placer de esa fantasía y luego estar tan atormentado por exactamente los mismos pensamientos y urgencias, o por el pensamiento de cuánto disfruté la fantasía sólo unos momentos antes. Puedo descansar de las violaciones y asesinatos que cometí y cuando desecho todos esos actos despreciables de mi mente puedo experimentar un placer orgásmico difícil de describir. Pero después tenía tal sensación de odio y autodesprecio que muy frecuentemente añoraba mi ejecución. Estaba cansado de estar atormentado por mi propia mente desquiciada. Tan increíblemente cansado.

 Recuerdo que una vez cuando era escoltado de la unidad de salud mental a mi celda después de haber visitado al psiquiatra. Había una pequeña escalera que conducía de la unidad de reclusión hacia el corredor principal. Era conducido sin ninguna restricción por una oficial mujer joven y menuda. Cuando llegué a la escalinata repentinamente un incontrolable deseo de herirla me invadió. Sabía que debía salir de la escalinata y correr hacia arriba hasta la estancia. Nunca olvidaré cómo me gritó la oficial para que me detuviera y me amenazó con escribir un reporte disciplinario. Ella nunca tuvo idea de lo que pasó. No conozco a esta mujer; ella nunca me hizo daño; a pesar de ello súbitamente estaba invadido por un poderoso deseo de herirla. Ella nunca supo qué tanto daño quería provocarle ese día. Ella nunca supo qué cerca estuve de atacarla y quizá de matarla. Usted puede pensar que después de haber sido sentenciado a muerte y de vivir en la antesala de la muerte ese tipo de pensamientos pudieran limitarse. Pero no fue así porque esta enfermedad desafía la racionalidad.
Sin embargo, he encontrado algún alivio. Cerca de dos años y medio después de que me trajeron a la antesala de la muerte me empezaron a administrar inyecciones de una droga llamada DEPO-PROVERA. Ha sido empleada por años como un contraceptivo en Europa y recientemente su uso en Estados Unidos ha sido aprobado. En delincuentes sexuales se usa una dosis significativamente más alta que la tomada por las mujeres para controlar la natalidad: las mujeres reciben 150 mg. cada tres meses, yo recibí 700 mg. semanales. En los hombres, DEPO-PROVERA reduce significativamente la producción natural de la hormona sexual masculina, testosterona. Por alguna razón, ya sea por alguna fijación biológica anormal en mi cerebro o alguna suerte de desbalance químico, la testosterona afecta mi mente de manera distinta a como lo hace con un hombre promedio.
Meses después de que comenzaron a suministrarme las inyecciones semanales, los niveles de testosterona en mi suero sanguíneo cayeron por debajo de los niveles de un púber (el mes anterior mi nivel fue 12 ng/dl, mientras que el rango normal es 260-1250 ng/dl); mientras, algo poco menos que un milagro ocurrió. Mis pensamientos obsesivos, urgencias y fantasías empezaron a disminuir.
Tener todos esos pensamientos y urgencias es como vivir con un depravado compañero de cuarto. Uno no puede escapar de él porque siempre está ahí. Lo que hizo DEPO-PROVERA fue eliminar al compañero de cuarto y llevarlo hacia su propio departamento. El problema aún se encuentra ahí, pero fue mucho más fácil tratar con él porque no estaba siempre frente a mí. Él no me controla más. Yo tomé el control de él. Encontré una increíble sensación de libertad. Sentí como si volviera a ser humano de nuevo, en lugar de una especie de horrible monstruo. Durante tres años he tenido esta especie de paz en mi mente.
Luego desarrollé problemas en el hígado, un muy raro efecto secundario de los disparos hormonales, así que fui forzado a dejar el medicamento. Inmediatamente los pensamientos lascivos, fantasías y urgencias regresaron. Fue horrible. Me sentí como un ciego al que se le había dado el don de la vista sólo para quitársele de nuevo. Existía un medicamento alternativo, pero carecía de la aprobación de la FDA (Agencia Federal de Drogas) para administrarse a delincuentes sexuales, así que el departamento de la correccional rehusó aprobarlo. De mi historia anterior sabemos lo que causa el problema: testosterona. Sáquenla de mi flujo sanguíneo para que no llegue a mi mente y estoy bien. Así que requerí de una castración quirúrgica con el apoyo y aprobación de mi psiquiatra. Pero el departamento –que estoy seguro temía de encabezados como “Delincuente sexual castrado por el Estado”– rehusó la ejecución. Por más de un año, algunas buenas personas del departamento de salud mental pelearon para que se permitiera en mí el suministro del medicamento alternativo, una dosis mensual de una droga llamada DEPO-LUPRON, que recibo hasta la fecha.
Lo que provocó el año sin medicamento fue el retorno de los pensamientos y urgencias por herir a personas aquí. Recuerdo a una mujer joven en particular, una enfermera que siempre me ayudó. Siempre sonreía, y era amigable, a pesar de que sabía quién era y qué hice. Comencé a tener pensamientos y urgencias de herir a esta mujer y eso realmente me destrozaba en mi interior. Ahí estaba alguien a quien yo apreciaba, que siempre me había ayudado y, ¿de qué manera quiero ahora pagar por su generosidad? Queriendo violarla y estrangularla. Me sentía tan culpable y avergonzado que difícilmente volteaba a verla. Afortunadamente nada sucedió jamás, y ella nunca se enteró de lo que pasó por mi mente. Ese tiempo es ahora parte del pasado porque recibo mi medicamento pero los recuerdos y la culpabilidad no se han ido.

Así que, ¿es esto una afección? ¿Qué si en realidad estoy realmente enfermo? ¿Conlleva eso alguna diferencia? ¿Me absuelve de mi responsabilidad por la muerte de ocho mujeres totalmente inocentes? ¿Hace ello a las mujeres menos muertas? ¿Redime el dolor de las familias? ¡No

Cierro mis ojos y veo a las familias de las mujeres que maté. A pesar de que mi juicio se dio hace más de una década no puedo escapar de las visiones. Puedo ver a la señora Shelley en el estrado de testigos hablando sobre la última vez que vio a su hija viva. Todavía puedo ver la agonía en su rostro y escuchar el dolor en su voz mientras que describía cómo ella y su esposo buscaron a su hija, y puedo vívidamente recordar cómo en realidad los vi buscando a lo largo de la vía el día posterior a su muerte. En aquel tiempo no sabía quiénes eran, pero sabía a quién buscaban. Cierro mis ojos y me aterra la visión de la señora Stavinsky en el lugar de los testigos diciendo cómo en el Día de Acción de Gracias debió ir ala morgue a identificar a su hija. “Estaba muy lastimada”, dijo, mientras se rompía por dentro y lloraba. “Ella realmente estaba muy lastimada”.
Y esa es la gran pregunta: ¿Estaba yo realmente demente? La gran pregunta que todo mundo se ha hecho es una pregunta que al final puede no ser relevante. El hecho de que estuviera sano o demente no puede cambiar lo que sucedió, no puede traer a nadie de vuelta, no puede mitigar el dolor de las familias. Y no puede borrar mi culpa, o limpiar la sangre de mis manos. No puede cambiar nada, resolver nada, o absolver nada. Creo que esto es parte del motivo por el que voluntariamente pedí se me ejecutara. Y más recientemente he tratado de aceptar la pena de muerte y anular otra audiencia declarada. Cuando llegué a la antesala de la muerte me molestaba cómo es que el fiscal retorció y distorsionó los hechos de mi caso. Un intenso deseo de probar que mi desorden mental en realidad no existe, me consumía. Y que el desorden mental de hecho no me priva de mi habilidad de controlar mis actos, que mi desorden mental era de hecho la causa de mi conducta criminal. Quería desesperadamente que todos entendieran y creyeran que realmente estaba enfermo y que fue esa enfermedad en mi interior la que me hizo asesinar. Quería probar que yo no era el animal que el Estado retrataba en mí. Sólo quería que la verdad se supiera.

Hay veces, frecuentemente muy noche, cuando el ambiente empieza a apaciguarse aquí que me siento en mi celda y me pregunto “¿Qué diablos hago aquí?” La mayoría de la gente pensará probablemente que esta es una pregunta tonta; obviamente estoy aquí porque maté a muchas personas y merezco estar aquí, y eso está bien, de cierta manera. Pero pienso en las razones subyacentes por las que hice esas cosas terribles. Creo que severamente desquiciado y que la enfermedad me lleva a cometer mis crímenes. Sé que nunca seré capaz de probar eso en una corte, pero aquí, en mi celda, no tengo que probarle nada a nadie. Sé cuál es la verdad. Sé que tengo una enfermedad y que no soy más responsable por tener esa enfermedad que una persona con cáncer o que desarrolla diabetes. Pero de alguna manera “estás enfermo, y algunas veces la gente sólo se enferma” no significa eliminarlo. Me siento responsable. Me pregunto si hechos en mi infancia pudieron afectarme. Mi madre fue internada dos veces por nuestro médico familiar por la forma en que abusaba de nosotros, cuando éramos niños. Quizás las cosas hubieran sido diferentes si hubiera escapado como lo hizo mi hermano menor. Pero este es un ejercicio de futilidad, porque el pasado no se puede cambiar, y al mismo tiempo no puedes ayudarte con algo más que preguntar qué pudo haber sido.

De cierta manera creo que tengo más suerte que la mayoría de los demás reclusos, aún pensando que estoy sentado aquí, en la antesala de la muerte. Sé y hace mucho tiempo acepté que nunca seré liberado, que de hecho mi libertad sería una condena a muerte para otros. Sin considerar las razones por las que mato ya sea homicidio premeditado, como se piensa generalmente, o el resultado de mi demencia, el hecho es que yo mato, y no hay razón para creer que cambiaré alguna vez. Esto no es para decir que no quiero salir de este lugar, porque aquí es muy deshumanizador y añoro enormemente el exterior. Pero tengo una sensación de beneplácito sabiendo que nunca me liberarán. Sé que sonará extraño viniendo de un asesino sádico como yo, pero siento como si una gran carga se me hubiera quitado de los hombros.


¿Qué es lo que nos enseña esta triste historia? Realmente no estoy seguro, porque parece ser bastante trágica por todos lados. Quizás podamos responsabilizar al actual sistema médico y a la actitud social, especialmente en la forma en que se trata a los enfermos mentales. Podemos empezar por tratar la enfermedad mental justo como lo que es: una enfermedad que requiere ser reconocida y tratada en vez de ser estigmatizada. Sin duda afuera hay otros Michael Ross ahí fuera, en varias etapas de desarrollo. Ellos necesitan lugares en donde puedan ir a buscar ayuda y necesitan saber que es correcto buscar ayuda. Una de las cosas que me parecen más dolorosas es darme cuenta que de haber empezado a recibir solamente una inyección de un centímetro cúbico de DEPO-LUPRON una vez al mes, hace 15 años, ocho mujeres estarían vivas ahora. El problema es real, pero el asunto de las desviaciones sexuales es un tema tabú en nuestra sociedad. 

¿Estoy tratando de culpar a la sociedad de mi enfermedad? ¿Estoy tratando de implicar que usted, como miembro de la sociedad, es responsable de que me haya convertido en un asesino? No, desde luego que no. Pero estoy diciendo que la sociedad necesita aprender y hacer los cambios necesarios para prevenir hechos recurrentes como el mío. Es fácil para usted señalarme con el dedo, o llamarme “malo”, y condenarme a muerte. Pero eso es todo lo que sucede, será una terrible pérdida, porque en cierta forma se están condenando ustedes mismos a un futuro repleto de Michael Ross. Las muertes trágicas del futuro como las que yo cometí pueden prevenirse, solamente si la sociedad deja de dar la espalda, deja de condenar, y empieza a reconocer francamente y tratar el problema. Solamente entonces algo constructivo saldrá de los hechos que privaron la vida de ocho mujeres, destruyeron la calidad de vida de sus familias y amigos, resultaron en mi encarcelamiento y probable ejecución, y provocaron vergüenza indecible y ansiedad a mi propia familia. El pasado ya fue. Ahora toca a ustedes cambiar el futuro.




















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